Es como un puesto de bolero, de esos que tienen lonita y toda la cosa, donde te sientas como en un trono mientras hojeas el último chisme de la farándula o el más reciente muerto a balazos. De lámina azul, repintada no se cuantas veces. Pa’ pronto, como una caja de lámina. Pero no hablo de un estuche del maguito Rudi, ni de un mueble viejo, aunque no lo crean, es la tiendita más bizarra que he visto y de la cual fue cliente en no pocas veces. Era un recreo más. El patio del colegio, pequeñito, muy pequeñito, como media cancha de futbol rápido y habilitado originalmente para jugar basquetbol. Gritos, aventones, y el clásico Ronaldinho que esquiva las patadas mientras rescata un balón entre las piernas de niñas que compran salsa valentina con algunos cazares flotando. Y ahí estaba yo, el destino me había puesto ahí. Mientras pedía una orden de tacos dorados de reojo la sentí venir. Mi instinto panbolero me traicionó, la bola bajaba, a modo, casi como a Pelé le llegó el pase en la final del México 70, y yo, me preparé, era casi como una escena más de “Los Supercampeones”, en mi mente me decía, “es mía, es mía, la tengo”, y balanceando el platón de unicel que hacía los honores a mi dosis de colesterol, esquivando con el codo la danza del área chica donde todos regateaban y pedían a su vez su dosis de comida chatarra, volé, juro que volé, y cual momento de domingo a punto del gol cuando se va la luz, mi mente se apagó. No, no fue un apagón: olvidé que el balón, antes que a mi frente, tendría que chocar con el techito del intento de miscelánea. ¡Ja ja ja¡, el estadio reía, la muchedumbre se regodeaba con el estúpido profesor que había cabeceado justo en la aldaba, no hacía más que burlarse del enorme chichón que surgía de mi prominente frente. Si, ese cabezazo al techo será recordado por quienes lo vieron, no sólo como algo memorable, sino como lo más estúpido que hice en mi pasar por las canchas del submundo de las cascaritas de escolares.
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