Conociendo el Zen
Viernes 27 de Junio
Salgo para Yegen a las cuatro de la tarde aproximadamente, después de haber comido y reposado un poco. Hace mucho calor, y a pesar de conducir con el aire acondicionado, decido parar en el área de descanso de Estepa para recuperarme un poco del sopor. A las siete llego a La Calahorra, en el granadino Marquesado del Zenete, e inicio la subida del Puerto de la Ragua. Según voy subiendo, el paisaje, iluminado por el sol de media tarde, se hace cada vez más impresionante. La carretera es tan estrecha en algunos tramos que se hace necesario reducir extremadamente la velocidad cuando te cruzas con algún coche. A las ocho y media llamo desde Ugíjar a Mari Ángeles, la compañera de Francis en Jikô An, para anunciarle mi llegada inmediata. Me da las últimas indicaciones para llegar sin pérdida, y nos despedimos para vernos en breve. Una vez que se llega a Yegen hay que seguir un kilómetro y medio más en dirección a Mecina Bombarón para tomar una pista señalizada con un cartel de la Junta de Andalucía, que conduce, tras seis kilómetros de curvas y numerosos baches, al Centro de meditación Zen.
Cuando llego -son ya las nueve y media de la noche-, algunos participantes se encuentran en el porche de la casa principal poniendo la mesa para cenar; en Jikô An se comparten todas las tareas domésticas. Les saludo y pregunto por Mari Ángeles; me indican que se encuentra en la cocina. Entro y me presento. Mari Ángeles tiene una mirada diáfana, y habla directamente, sin rodeos, sin titubeos. Cuando veo a Francis lo reconozco al instante; nadie tiene que decirme quién es; su presencia es plena, acogedora. Lo saludo un instante, y nos sentamos para cenar. Formamos un grupo heterogéneo de diecisiete personas, incluyendo a Mari Ángeles y Francis, nuestros anfitriones. Nos presentamos: Juan Carlos, de Sevilla; su compañera Beatriz, gallega; Rosario, una mujer mayor que vive en Fondón; un matrimonio israelí de mediana edad, Ziza y Yahir, que viven en una casa de campo en Baza; Raquel, una muchacha de un pueblo de la zona, que nos abandonaría al día siguiente; Lola y Leo, de Órjiva; Mercedes, Natalia, Victoria y Ana, de Roquetas de Mar, aunque las tres últimas son rusas de origen; Teresa y Fernando, de Granada y Tarragona respectivamente; y yo, de Mairena del Aljarafe. La conversación es algo tensa al principio, con frecuentes silencios en los que nadie se atreve a tomar la iniciativa; tampoco Francis y Mari Ángeles, que actúan -creo- como observadores. Poco a poco la conversación se anima, y ya finalizando la cena, Francis toma formalmente la palabra para darnos las orientaciones necesarias para los dos días siguientes. Después de informarnos sobre cuestiones prácticas como el uso del agua, la ubicación de dormitorios y aseos, la organización de la cocina, etcétera, nos expone el plan de trabajo: él mismo se encargará de despertarnos a las siete menos veinte de la mañana con el toque suave de una campanita; dispondremos de veinte minutos para asearnos, y a las siete en punto comenzaremos haciendo ejercicios de Chi Kun en la era, un espacio contiguo a la casa en la que se encuentran los dormitorios y el Dojo o Sala de Meditación. Después de explicarnos el resto del plan, nos quedamos un rato charlando, y poco a poco nos vamos dirigiendo a la casa donde se encuentran los dormitorios para ubicarnos definitivamente. No tardamos mucho tiempo en acostarnos, ya que la mayoría estamos cansados, y a la mañana siguiente hay que madrugar.
Sábado 28 de Junio
Dormí superficialmente, pues extrañaba la cama y la expectación me producía una leve ansiedad. Ya de madrugada, y en un estado de duermevela, oí el sonido suave de una campanilla que nos invitaba amablemente a levantarnos. Me dirigí rápidamente a los aseos para darme una ducha que me ayudara a despertar. Cuando llegué a la era, Francis estaba ya dirigiendo los primeros ejercicios de Chi Kun. Teníamos ante nosotros el espectáculo majestuoso que forma la ladera alpujarreña en su ligero descenso desde las cumbres de Sierra Nevada; el aire era limpio y fresco. Después de media hora de ejercicio, nos dispusimos a realizar un paseo meditativo. Se trataba de andar lentamente, en silencio, tomando plena conciencia de cada paso que dábamos y de nuestra respiración. Francis nos fue indicando el camino, y tras una pequeña parada en la que pudimos disfrutar del paisaje, regresamos al punto de partida. Francis, que encabezaba el grupo, se introdujo directamente en el Dojo, con lo que los demás lo hicimos tras él. El Dojo, o Sala de Meditación, es una espaciosa habitación cuadrada de paredes blancas, con el suelo acolchado por grandes planchas de goma recubiertas por alfombras blancas de algodón o jarapas, muy típicas en toda La Alpujarra. En una esquina hay una mesita baja con algunas imágenes budistas donde se quema el incienso que contribuye a crear una atmósfera espiritual; en la pared a la izquierda de la mesita hay una ventana que permite la entrada generosa de la luz, y desde la que se divisa un amplio panorama del terreno sinuoso alpujarreño. En la misma pared, a la derecha de la ventana, sobre la pequeña mesa hay colgado un cartel con dos ideogramas japoneses: Jikô An, luz –en el sentido de “conocimiento”- y amor, según nos explicó Francis, nuestro shingan o maestro. Una vez que nos sentamos sobre unos cojines negros o zafus, el maestro comenzó a explicarnos la técnica básica para la meditación: postura para sentarse, posición de la columna, cabeza y manos, respiración y dirección de la mirada. La respiración consciente permite detenerse y mirar profundamente en nuestro interior; de esta manera podemos percibir mejor la realidad, comprender su verdadera naturaleza. Meditar es sentarse sin esperar nada, sin expectativas, atento sólo al momento presente, al aquí y ahora. El cuerpo debe estar totalmente relajado; la respiración consciente permitirá unir el cuerpo con la mente, nos traerá la calma y la claridad; la cara debe esbozar una ligera sonrisa. De esta forma iniciamos nuestra primera sesión de meditación, que duró unos treinta minutos, con una pausa en medio en la que nos levantamos para saludarnos con una inclinación de cabeza, y caminar muy lentamente -una respiración, un paso- en una silenciosa procesión circular de apenas dos o tres minutos, tras los cuales volvíamos a sentarnos para proseguir la meditación.
A las nueve de la mañana hicimos un alto para ir a desayunar. Mari Ángeles había preparado una excelente mesa con infusiones, malta, pan, aceite y mermeladas; hay que recordar además que estamos aún en ayunas, con lo que nos sentamos con un apetito respetable. Después del desayuno, dispusimos aún de una hora de descanso hasta las once antes de regresar al Dojo para proseguir con la segunda sesión de meditación. Yo aproveché para llamar a Esther y comentarle mis primeras impresiones. Cuando nos reincorporamos, Francis nos propuso algunos ejercicios sencillos de Chi Kun, antes de enseñarnos una forma de masaje de la zona del vientre, zona que alberga el “hara” y que posee una importancia primordial dentro del budismo zen. Después pasamos a la meditación, que finalizó a las dos menos cuarto, quince minutos antes de la hora en que estaba prevista la comida. La misma sensación de apetito que tenía antes de desayunar se me volvió a repetir antes del almuerzo, que por cierto, fue delicioso: gazpacho de lechuga y perejil espesado con levadura de cerveza, pasta con verduras y un postre de aguacate dulce. La dieta en Jikô An es ovolacto-vegetariana, y derrocha -y no exagero- grandes dosis de imaginación. El ambiente entre los comensales era cada vez más distendido, y la comunicación se iba haciendo más fluida y espontánea. Después de una agradable sobremesa, que se prolongó hasta las cuatro de la tarde, pudimos disfrutar de una hora y media de siesta, con lo que salvábamos las horas de más calor. A las cinco y media entrábamos de nuevo en el Dojo, y sin mediar palabra, iniciábamos la tercera sesión de meditación. Es difícil expresar las sensaciones que me envolvían en ese momento; aún arrastraba una ligera somnolencia tras la siesta, y experimentaba cierto sentimiento de soledad mirando un punto fijo en la pared que se hacía omnipresente ante mí. No obstante, persistí en la tarea, y me dispuse a actuar como atento espectador de los pensamientos que de manera irremediable iban a discurrir en mi mente. Recordaba además una pauta que había oído repetidamente a Pepa, mi maestra de yoga: los pensamientos pasan como nubes; no hay que impedir su llegada, no hay que enredarse en ellos intentando retenerlos; sencillamente, hay que dejarlos pasar. Pensaba entonces en personas muy próximas de mi familia, en amigos, compañeros de trabajo, compañeros del curso a los que acababa de conocer, situaciones vividas tiempo atrás, otras más recientes; especulaba también con vivencias que se proyectaban hacia el futuro; y procuraba no perder la conciencia de saber que yo estaba allí, atento, testigo de todo aquel flujo de pensamiento. Y volvía a concentrar mi mirada en un punto de la pared, una mancha, alguna protuberancia, que yo había escogido previamente al inicio de la meditación. De alguna manera la experiencia de la meditación me recuerda al proceso de escritura: uno se sienta ante un folio en blanco -o ante la pantalla del ordenador en los tiempos que corren-, y comenzamos a redactar una frase que nos llevará, por una relación inesperada de asociación, a la redacción de otra, para mediante un concatenación de frases que funcionan como eslabones de una cadena, obtener un texto – o tejido, recordando la etimología latina “textum”, derivado de “texere”, es decir, “tejer”- que nos sorprende a nosotros mismos. De la misma forma, cuando nos sentamos a meditar, nunca sabemos de qué manera nos va a sorprender la corriente inexorable del pensamiento. Al finalizar esta tercera sesión nos esperaba una hora de trabajo o “samu” en la huerta antes de cenar. Todo el mundo tenía asignada una tarea: unos en la cocina, otros disponiendo la mesa, otros en la huerta cortando o arrancando la hierba que trataba de usurpar el terreno.
La cena fue tan deliciosa como el almuerzo, seguida asimismo por una sobremesa en la que se hablaba un poco de todo, en una amable miscelánea; era agradable percibir cómo tanto a la comida como a la cena se le dedicaba un tiempo generoso, ajeno a las prisas, lo cual contribuía eficazmente a consolidar los lazos de confianza y afecto en el grupo. En un momento dado se habló de un tema que últimamente está en boga: las constelaciones familiares. Según nos explicó Mari Ángeles, las constelaciones familiares fueron un regalo que los zulúes de Sudáfrica hicieron al Bert Hellinger, un misionero católico de origen alemán que tras convivir dieciséis años con esta etnia aplicó lo que él posteriormente denominó Terapia Familiar Sistémica a Occidente. Los zulúes debieron explicarle a Hellinger cómo resolvían sus conflictos psicológicos y emocionales indagando en los roles que ocupaban los miembros familiares del individuo al que se sometía a lo que nosotros llamamos terapia. Hellinger, recurriendo a su sólida formación como psicólogo y pedagogo, y utilizando herramientas como la Programación Neurolingüística y la Terapia Gestalt, desarrolló un método destinado a resolver los problemas vivenciales que inevitablemente nos vamos encontrando a lo largo de la vida. Francis iba corroborando todo lo que nos contaba Mari Ángeles, y nos expresaba su asombro al haber sido testigo del gran impacto que experimentaban las personas que participaban en estos cursos que se habían impartido en Jikô An, y que se iban a seguir impartiendo durante este verano. La sobrecena fue discurriendo en una afable tertulia en la que todo el mundo, ya fuera en grupos grandes o pequeños, participaba. En mi caso, recuerdo que acabé al final hablando con Ziza y Yahir, el matrimonio israelí, entre otras cosas –cómo no- del conflicto hebreo-palestino. Cuando ya en el dormitorio me eché en la cama, todo comenzaba a resultarme confortablemente familiar; dormí de un tirón.
Domingo 29 de junio
Me desperté a las seis y media, diez minutos antes de que Francis hiciera sonar la campanita. Me fui directamente a los aseos, para lo que hay que andar unos cincuenta o sesenta metros, ya que están en otro edificio, y me di una buena ducha; al volver me detuve en el edificio principal para dar los buenos días a nuestros anfitriones. Encontré a Mari Ángeles en la cocina, entablamos una pequeña conversación, me entretuve viendo los libros que están en el distribuidor de la casa, y cuando le pregunté por Francis, me contestó que se encontraba con el resto del grupo en el Dojo; es decir, había sido muy diligente para levantarme, pero ahora resultaba que llegaba tarde. Cuando entré en la Sala de Meditación todo el mundo estaba sentado en su zafu iniciando la que ya era nuestra cuarta sesión. Concentrado ya en mi meditación, sosteniendo mi mirada en el punto elegido de la pared, tenía ahora la sensación de que el tiempo se hacía interminable; me era imposible calcular su transcurso, y cuando después de los quince minutos establecidos para la primera pausa, Francis hacía sonar la campanita, sentía que me liberaban de una gran obligación. A continuación, y después de saludarnos con una inclinación de cabeza, iniciábamos nuestra silenciosa y pausada procesión –una respiración, un paso-, para proseguir dos minutos después con el segundo tramo de la meditación. Y otra vez sentía que el tiempo discurría muy lentamente, que estábamos condenados a permanecer indefinidamente sobre aquel cojín negro. Había que vencer esta sensación de tedio, y poner a prueba nuestro autocontrol. Realmente se trataba de una exigente disciplina que, cuando se aceptaba, hacía aumentar nuestra autoestima; así al menos lo vivía yo. Cuando finalizó esta cuarta sesión, pasamos a unos suaves ejercicios de estiramiento y, tendidos en el suelo, repetimos el automasaje de la zona del vientre, tal como lo realizamos el día anterior.
Ya a las nueve llegó el reconfortante desayuno y una hora de descanso hasta las once. A esa hora continuamos con un paseo meditativo más rápido que el día anterior. La pauta que nos dio Francis fue: tres pasos expirando al mismo tiempo que pronunciábamos interiormente las sílabas “bo-dhi-sva”, y un paso para inspirar pronunciando ahora la sílaba “ha”; con lo que al coger el ritmo obteníamos la secuencia “bo-dhi-sva-ha, bo-dhi-sva-ha, bo-dhi-sva-ha…”, convirtiéndose la última sílaba en una hache aspirada hacia dentro, es decir, una aspiración inversa, valga la paradoja, que aprovechábamos para tomar todo el aire que nos fuera posible. Todo este galimatías es muy fácil de entender con sólo practicarlo un par de veces. En medio del paseo, atravesábamos una zona umbría, por donde discurría una minúscula corriente de agua, que invitaba a quedarse allí de manera permanente; pero eso no era posible, ya que nos esperaba aún una quinta sesión de meditación que acabaríamos sobre la una del mediodía. En ese momento, todavía en el Dojo, Francis nos invitó a que preguntáramos cualquier cosa o hiciéramos algún comentario. Ante lo que se podía prever como un largo silencio, rompí el hielo preguntándole sobre la idea de la inmortalidad dentro del budismo zen. En una contestación que no voy a intentar reproducir, Francis me vino a decir que lo que me diría un viejo maestro zen sería que, ante esa impaciente curiosidad, podría coger un cuchillo e investigarlo yo mismo. Después de reir todos la broma, nos dijo que al menos él había experimentado la evidencia de que había algo después de la muerte, pero remarcaba la idea de que se trataba de una intuición personal. Después de mi pregunta vinieron otras, con lo que era fácil presuponer que la hora de comer no tardaría en llegar. En ese momento me levanté, me fui al dormitorio para recoger mis cosas y fui a despedirme de Mari Ángeles -que tuvo el detalle de darme una bolsa con comida para el viaje-, quedando en vernos a finales del mes de julio. Fui también a despedirme de Francis y del resto del grupo, que salían en ese momento de la Sala de Meditación; cuando sorprendidos por mi marcha me preguntaron la razón de mi apresuramiento, tuve que contestarles que, antes de comprobar si existía realmente la inmortalidad, quería ver la final de la Eurocopa entre Alemania y España que se jugaba aquella misma tarde; nos reímos todos y no dejaron de mirarme con cierta indulgencia.
"Una experiencia reveladora"
Han pasado ya casi tres años de aquella terrible experiencia que me llevó a permanecer más de dos meses en una habitación de cierto sanatorio –del que, por el momento, no diré su ubicación-, obsesionado con la exclusiva tarea que me impuse de pretender recuperar los recuerdos completos de mi primera infancia, con el propósito de recobrar, de esta forma, esa memoria que algunos –como cierto personaje del que hablaré más adelante- llaman esencial o primigenia.
Dos meses largos, durante los cuales corté toda relación con mi entorno habitual: familia, amigos, compañeros de trabajo…Nada más levantarme, me duchaba siguiendo la misma pauta que los demás internos del centro, y a continuación, desayunaba en la misma habitación, pues me había negado rotundamente a abandonar el único espacio en que me sentía seguro. He de decir que la Directora del establecimiento me trató durante toda mi estancia con extremada indulgencia. Después de un frugal desayuno que se limitaba a café con leche, dos magdalenas y zumo, comenzaba mi trabajo, solamente interrumpido por la necesidad natural de entrar en el aseo –al que se accedía por una pequeña puerta situada en el interior mismo del dormitorio-, y por la visita de la asistenta, que además de servirme el desayuno, me traía la comida y la cena.
Sentado a la mesa, recibiendo la luz que generosamente entraba por un amplio ventanal desde el que se divisaba el recoleto jardín del centro, cerraba los ojos, y trataba de recuperar episodios de mi más tierna infancia. Recordaba las fiestas de cumpleaños junto a mis hermanos, los juegos en el cuadro de arena donde nuestra madre, acompañada por la nodriza, nos dejaba en las tardes soleadas en que íbamos al parque; recordaba también las tardes, víspera de Reyes, en que nuestros padres nos llevaban a ver la cabalgata, amenizada por la lluvia de caramelos y otras golosinas; y cómo, por la noche, nos acostaban temprano, después de dejar nuestros zapatos junto al portal de Belén, y colocar estratégicamente en la mesa del salón tres copas al lado de dos botellas, una de anís y otra de coñac, con objeto de que los Reyes, en su visita nocturna, pudieran servirse a discreción. Al amanecer, aún de madrugada, nuestra hermana mayor nos despertaba para conducirnos al salón, donde entre gritos de sorpresa y júbilo descubríamos nuestros regalos.
Sin embargo, en mi esfuerzo por recordar, llegaba un momento en que se hacía la oscuridad en mi cerebro, y ya me era del todo imposible formar alguna imagen nueva, con lo que comenzaba de nuevo con el ciclo de recuerdos que cualquier persona normal guarda de su infancia, incluido el día en que mis dos hermanos mayores me informaban solemnemente de la inexistencia de los Reyes Magos, noticia que después era corroborada a su pesar por nuestros padres.
Cómo conseguí salir de aquel estado obsesivo, cercano a la locura, es algo que merece la pena ser contado. Las tres últimas noches que permanecí como huésped excepcional en el pabellón de internos del Centro de Salud Mental Santa Catalina -ubicado a las afueras de una pequeña población de la sierra onubense, que cuenta con matadero municipal y abrevadero, entre otras instalaciones-, se me apareció en sueños el rey Baltasar, a quien en mi infancia dirigía siempre mi carta de peticiones, no olvidándome, desde luego, de mandar un saludo cordial a Melchor y Gaspar.
La primera noche, me contó la historia de Funes el memorioso, personaje de Jorge Luis Borges, a quien la caída de un potro apenas domesticado, además de dejarlo tullido con sólo diecinueve años, le había despertado la prodigiosa capacidad de recordar cada percepción sensorial; con lo que era capaz de reconstruir en su imaginación, por ejemplo, las formas y luces del amanecer del treinta de abril de 1882, cuando él contaba con catorce años.
La segunda noche, me habló de la Filosofía de Platón, quien, mediante una alegoría conocida en la Historia de las Ideas como el “mito de la caverna”, hace referencia a un mundo, al que denomina “mundo de las ideas”, y al que torpe y burdamente trata de remedar el mundo de las cosas, en el que precariamente se desenvuelve la vida de los hombres.
La tercera y última noche, me hizo ver con claridad y distinción cartesianas el desatino de mi propósito, demostrándome que la memoria es herramienta tosca e imperfecta con la que el hombre trata de abrirse paso, mediante manuales de urgencia, en un mundo caótico y confuso por naturaleza. Me desaconsejó que siguiera los pasos de Irineo Funes y de Platón, ya que ambos sufrieron terriblemente por su lucidez; el primero, esclavo de una memoria atosigante que le obligó a llevar, como pesado lastre, un cúmulo interminable de percepciones; el segundo, atormentado por el pesimismo y la desilusión al comprobar la distancia indisoluble entre dos mundos irreconciliables. Por último, me conminó a que esa misma mañana abandonara definitivamente el Santa Catalina, y viviera mi mundo como un precioso e irrepetible don que los dioses me habían concedido.
Después de desayunar, pedí a la asistenta que comunicara a la Directora mi intención de abandonar el establecimiento. No transcurrieron más de diez minutos cuando la Directora se personaba en la habitación 117, me felicitaba por mi decisión, y me deseaba un feliz reencuentro con los míos. Recogí, a continuación, en mi bolsa de viaje un exiguo equipaje, y llamé por teléfono a mi mujer –quien se mostró afectuosa al escuchar mi voz- para que viniera a recogerme; no olvidé, antes de marcharme, despedirme del paciente de la 006 con un fuerte abrazo, deseándole un pronto restablecimiento. Ya en mi casa llamé al Director de mi periódico para informarle de que me reincorporaba al trabajo con un excelente reportaje debajo del brazo. Por la noche, en un céntrico restaurante, celebraba con mis amigos -quienes no cesaban de preguntarme sobre mi estancia en el sanatorio- el reencuentro.
Y, por supuesto, tengo siempre presente al rey Baltasar en un portafotos –al lado de otro con mi mujer- sobre mi mesa de trabajo.
(adenda: ”El paciente de la 006”, reportaje de Terencio Quiroga Román para la revista “Crónicas insólitas”, publicado el 25 de mayo de 199…)
Supe de la existencia del pabellón de internos del sanatorio de Santa Catalina a través de una confidencia que me hizo mi entrañable amigo Sergio Pérez Quesada. Inmediatamente sentí una necesidad irrefrenable de conocer a los ocho internos que habitaban el pabellón.
Me recibió la Directora del establecimiento. Pude observar a los pacientes a través del circuito cerrado de televisión. Me llamó la atención el que se encontraba en la habitación 006, un individuo bajo, algo grueso, con una avanzada calva. Quise comenzar por él el ciclo de entrevistas que pensaba publicar en el periódico para el que trabajo desde hace cuatro años. Sin embargo, mi amigo me prohibió hacerlo; solamente podría utilizar este reportaje como ficción de uno de mis relatos cortos, a los que soy tan aficionado. Esta es la razón por la que esta historia, amados lectores, se encuentra ahora en vuestras manos.
La Directora me previno acerca de la peligrosa capacidad de persuasión del interno de la 006. No obstante, no desistí en mi empeño. Fue entonces cuando la Directora me confió una misión planificada desde el Ministerio del Interior: debía convencer al individuo en cuestión para que trabajara como agente del Servicio de Inteligencia. Comprendí en ese instante que la confidencia de mi amigo no había sido en absoluto inocente.
Una asistenta me condujo hasta la habitación. Una vez que nos quedamos solos el interno y yo, éste me invitó amablemente a sentarme a una mesa situada junto a una ventana desde la que podía divisarse el jardín del centro. Al principio de la entrevista me pareció una persona normal; pero, poco a poco, fui experimentando un sentimiento de paz profunda, sugestionado seguramente por la intensa calidez que transmitía su mirada. Lo que ocurrió a partir de ese momento fue algo del todo inusitado. Me disuadió de mi propósito de convencerlo para que trabajara como agente del Servicio de Inteligencia, demostrando así conocer de antemano el propósito de mi visita; y me habló, a continuación, de un don que poseía desde su nacimiento, que lo convertía en un ser único: el hecho de que conservara intacta su memoria desde el mismo instante de su nacimiento, algo totalmente vedado al resto de los mortales. Ello le permitía disfrutar del privilegio de poseer un conocimiento esencial y una visión primordial de la realidad. La prueba evidente de la amnesia progresiva que sufríamos el resto de los mortales, dentro de nuestra cultura occidental, era la negación de la existencia de los Reyes Magos, negación que manteníamos como verdad en el mismo momento en que comenzábamos a abandonar la infancia. Ya adultos –aseguraba- sentíamos a veces la necesidad de recuperar nuestra memoria primigenia; pero el intento resultaba fallido cuando comprobábamos que nuestros ojos se habían vuelto “vagos” para discernir esa primitiva realidad. Él no sólo defendía la existencia de los Reyes Magos, sino que aseguraba haber sido testigo del curso espacial de la Estrella de Oriente.
Nos despedimos con un fuerte apretón de manos. Me dirigí entonces a la habitación 117, alojamiento que me había sido cedido gentilmente por la Dirección del centro mientras durase mi trabajo de investigación. Tengo que decir que me sentía totalmente conmovido ante la revelación extraordinaria de la que había sido depositario. Lo que me sucedió después es ya conocido por todos ustedes.
"El mundo de Daniel"
La vida consiste básicamente en dos tareas aparentemente sencillas: una es buscar los momentos que nos resulten más placenteros; otra, eludir las circunstancias que nos puedan producir infelicidad. Así por ejemplo, uno de los momentos que más disfruto es cuando me siento en la terraza de mi casa para fumarme con verdadero placer un cigarrillo, mientras siento la caricia del sol en mi cara. Pero discúlpenme, no me he presentado: me llamo Daniel, tengo cincuenta y tres años y soy sordociego. Y no se alarmen: soy razonablemente feliz. Se preguntarán quizás cómo consigo percibir el mundo y comunicarme con los demás: pues sencillamente, a través del tacto. Mi bastón, por ejemplo, funciona como una extensión de mi sentido del tacto. El olfato me ayuda a saber si estoy en una cafetería, o en una pastelería, o me permite sentir el perfume de una mujer, ¿no es verdad? Aunque la única forma de averiguar si he llegado realmente a mi casa es ver si encaja la llave. Las personas sordociegas disponemos de guías especializados que deletrean las palabras, mediante un sistema dactilológico, sobre la palma de nuestras manos; yo mismo he creado un método con elementos procedentes de la lengua de signos, y que he bautizado con el nombre de Dactyls. También puedo decir que soy un consumado lector, actividad que realizo mediante el braille y un escáner que traduce los textos. Mi ordenador, ante el cual paso bastantes horas –trabajo en la Unidad Técnica de Sordoceguera de la ONCE-, tiene bajo el teclado una línea de braille; de esta manera puedo mantener correspondencia con otras personas.
Les contaré ahora algo sobre mi vida, y espero no abusar demasiado de la paciencia de ustedes. Nací en una ciudad de la provincia de Badajoz un día de Navidad del año mil novecientos cincuenta y cuatro. Perdí el oído con cuatro años a causa de la estreptomicina, un antibiótico que en mi caso tuvo un efecto perverso. Sin embargo, aprendí a leer y a escribir en un colegio de monjas. Para colmo de males, al problema de la sordera se me añadió una miopía extrema, que dificultó aún más mi aprendizaje. No obstante, aprendí a hablar, aunque con el paso de los años he perdido la dicción. Más de una vez mis compañeros me animan a que reciba clases de logopedia para recuperar el habla; pero la verdad es que, entre el trabajo y mi falta de paciencia, no encuentro nunca tiempo para ello. Mis compañeros de colegio me aceptaban porque jugaba muy bien al fútbol, pero apenas podían comunicarse conmigo. Mis mejores amigos fueron mis cuatro hermanos, con los que jugaba incansablemente. A los quince años perdí la visión de un ojo, y comencé a ser tratado en Barcelona en la clínica del Doctor Barraquer. Debido a los frecuentes viajes con motivo de mi tratamiento, mis padres decidieron trasladar el negocio familiar a esta ciudad, en la que conseguí terminar el Bachillerato Elemental, aunque tuve que dejar los estudios posteriores por el tremendo esfuerzo que suponían para mí. Sin embargo, años después logré terminar a distancia los de grabador de datos.
En cuanto a mis primeras experiencias con las chicas, tengo que decir que fueron un completo desastre. Con unas gafas de veinticinco dioptrías y con deficiencia auditiva es fácil explicarse la poca atracción que ejercía sobre ellas. Sin embargo, a los veintitrés años conozco a Rosario, una amiga de mi hermana con la que me caso cuatro años después. Rosario poseía un carácter fuerte al igual que yo, pero conseguíamos entendernos. Mientras tanto, la ceguera sigue avanzando, y pierdo totalmente la vista a los treinta y dos años. Decidimos entonces mi mujer y yo regresar a Badajoz con la esperanza de que la vida, en una población más pequeña que Barcelona, resultara más sencilla. En Badajoz, con la ayuda de Rosario, comienzo a frecuentar la ONCE; aprendo a leer y a escribir en inglés, y doy conferencias sobre la sordoceguera, a pesar de que mi dicción es difícilmente inteligible. En 1985 la ONCE financia mi asistencia a la primera Conferencia Europea de Sordociegos; es allí donde descubro la existencia de los guías intérpretes, especialistas en comunicación con sordociegos. Poco después elaboro un proyecto de atención a personas sordociegas que es aprobado por la ONCE, lo que nos obliga a trasladarnos a Madrid. Mi vida laboral es muy activa, pero tanto Rosario como yo estamos entusiasmados con el proyecto. Decidimos entonces tener un hijo. Después de un embarazo y un parto sin problemas, el niño muere por una malformación congénita a los dos días de nacer. Nos volcamos -en un intento de superar el terrible golpe que supuso la pérdida de nuestro hijo- en el proyecto con la ONCE. Pero nuestra relación se va deteriorando inevitablemente, y acabamos divorciándonos. Rosario decide entonces marcharse a Inglaterra, donde reside actualmente.
Tarde o temprano la vida nos pone por delante una terrible prueba. Yo, que pensaba haber superado ya los obstáculos más difíciles, me encuentro ahora perdido en un territorio inhóspito, aturdido por una aciaga soledad. A pesar de encontrarme solo, sin apenas amistades en Madrid, decido continuar con mi proyecto; alquilo un apartamento cerca del Centro de Recursos Especiales de la ONCE. Me desplazo todos los días del apartamento al Centro andando solo durante veinte minutos con la única ayuda de mi bastón. Comienzo a poner al límite mi sensibilidad hacia los estímulos externos, como el hecho de guiarme mediante la radiación solar; sé que el Centro se encuentra hacia la salida del sol: busco su calor en mi rostro. En los semáforos saco del bolsillo una tarjeta de comunicación –de las varias que llevo- con la que pido ayuda a los transeúntes. El uso constante del tacto es fundamental para obtener información del entorno.
Me siento poseído por un afán incontenible de superación. Presiento que mi batalla personal continúa. Es entonces cuando conozco a Elena, una guía intérprete traductora de inglés, que me acompaña en mis frecuentes viajes internacionales. Nuestra relación se va estrechando, y después de convivir un año de prueba, acabamos casándonos. Los comienzos no fueron fáciles; me encontraba atravesando aún una época fuertemente depresiva, llegando a recurrir ocasionalmente al alcohol. Es frecuente encontrar sordociegos con tratamientos antidepresivos, sobre todo si no llevan una vida suficientemente activa. A pesar de mis vacilaciones, decidimos casarnos; cinco años después, en abril de 2002, tuvimos a Nieves, una preciosa niña terriblemente despierta que nos tiene totalmente embelesados a su madre y a mí.
Mi jornada laboral es para mí una rutina agradable, solamente interrumpida por los viajes que mi responsabilidad en la Unidad Técnica me obliga a realizar. Por la mañana dejamos a Nieves en el colegio, para dirigirnos después al Centro de recursos donde Elena y yo desarrollamos nuestro trabajo. Normalmente como en algún restaurante de la zona con Edurne, mi actual guía intérprete, que colabora estrechamente conmigo en el programa. Algunas veces acudimos a la unidad de niños sordociegos para reunirnos con los mediadores; allí los niños aprenden a base de tocar una y otra vez los objetos. Una vez que el niño sordociego aprende a reconocer perfectamente su entorno y a las personas con las que interactúa, estará capacitado para adquirir muy lentamente los primeros signos dactilológicos que lo encaminarán al desarrollo del lenguaje; un camino largo y arduo que exige una enorme paciencia por parte de sus mediadores. Ya por la tarde, prefiero regresar solo a casa en el autobús; para ello me dirijo a la parada, saco una de mis tarjetas, y siempre aparece alguna persona dispuesta a ayudarme.
En España todavía nos queda un largo camino por recorrer. En Estados Unidos y en algunos países nórdicos existen comunidades de sordociegos que disfrutan de entornos altamente adaptados: acuden solos al supermercado y a los centros de reunión. En nuestro país sin embargo, no existe nada igual, y el colectivo de sordociegos nos encontramos muy dispersos; pero los países más avanzados nos han dado ya el referente.
Apago mi cigarrillo y apuro mi café; acabo de consultar mi reloj táctil: son las ocho de la mañana, hora en la que comienza una nueva jornada. Ahora pienso en las comunidades organizadas de sordociegos, y me digo: si ellos lo hicieron, nosotros también podemos hacerlo.
Comentario (7 comentarios)
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