Algunos dicen que cualquier ilustrado puede fácilmente enseñar a los
demás lo que sabe, pero eso no es bien así, como dijo Cicerón: “Una cosa es
saber y otra es saber enseñar”. Yo creo firmemente en la sentencia de Adams,
cuando manifiesta que “un profesor trabaja para la eternidad, nadie puede
predecir dónde acabará su influencia”.
En este espacio deseo prestar un justo homenaje a la grandeza de la
postura ideal de este profesional, recordando que ningún obstáculo puede
empañar el papel destacado y relevante del maestro en cualquier sociedad.
Los profesores apasionados despiertan temprano y duermen tarde,
convencidos por una idea fija de que pueden mover el mundo.
Estamos pues ante la presencia de hombres y mujeres apasionados por
el arte de enseñar; hombres y mujeres que hicieron del aula un espacio
armónico de convivencia humana, demostrando que es ruin vivir sin amor y
enseñar sin pasión; hombres y mujeres que convirtieron sus enseñanzas en
oraciones, pero oraciones que vienen desde el fondo de sus corazones,
repletas de sinceridad, humildad y altruismo.
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