No sé si podré aguantar la vuelta a clase. No sé si seré capaz de mantenerme firme en esos primeros días en los que cientos de miradas convergen en ti para calibrar tu fortaleza, tu carácter, tu miedo, tu compasión. No sé si podré soportar el cálido reencuentro con alumnos de cursos anteriores y sus cruces de miradas cómplices. No podré sobreponerme a la emoción de ver a cientos de niños y niñas convertidos en pequeños adultos en virtud de apenas tres centímetros de crecimiento veraniego. No creo que resista la ilusión de ponerle por fin cara a un público para el que llevo meses imaginando actividades y proyectos. No me sostendrán las piernas cuando se calme el barullo y mi voz empiece a desgranar ese inventario de pequeños deseos que espero de ellos. No podré afrontar sus voces titubeantes preguntando por el tamaño de la libreta o por los sitios en los que se pueden sentar. No me veo en condiciones de medirme con esos gallitos que tratan de captar desde el primer día la atención de las mozas con sus gestos de matón. No podré mantener la mirada cuando los adultos se compadezcan de mí mientras envidian en secreto un trabajo que te mantiene siempre rodeado de mentes jóvenes.
Creo que este curso no podré aguantar las muchas alegrías que conlleva ser docente, todo ese cúmulo de experiencias profesionales por las que tanto he luchado y todos esos detalles que solo conocen quienes viven el vértigo de las aulas. No podré hacerlo porque mi trabajo nunca fue aguantar, resistir, soportar, afrontar... no. Mi trabajo siempre ha sido enseñar, aprender y vivir. Aquellos verbos tan bélicos y otros más feos quedan reservados para los políticos y para sus incompetentes brazos ejecutores, a quienes, entre tanto despilfarro, al menos les está vedado el lujo de sentir clavada en ellos la mirada agradecida de un niño.
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