Como quien acude a Finlandia (tal fue mi caso en mis primeras experiencias como profesor de E/LE, reconvertido de la investigación doctoral) no puede sustraerse de citar o mencionar a Ángel Ganivet y querer rememorar sus
Cartas Finlandesas, uno piensa que si vive como profesor del Instituto Cervantes en Argelia no podrá por menos que recordar con constancia y veneración al ilustre cautivo don Miguel de Cervantes, cuyos huesos dieron a parar en estas tierras por cinco años (aunque es más difícil recordar que por menos tiempo pero también en los campos de concentración de Djelfa soportó las vejaciones de la deportación Max Aub). Casi a diario yo menciono, no sin ironía, mi doble cautiverio cervantino, pues no solo vivo solo en estas tierras argelinas sino que el motivo es servir a la Institución cuyo nombre bebe directamente de las fuentes de don Miguel: el Instituto Cervantes de Argel es uno de los pocos que tiene sede en tierra pisada por el manco de Lepanto, junto con Estambul (en aquellos tiempos aún llamado Constantinopla) y Nápoles, aunque en esta ciudad se conserva la cueva en la que vivió escondido en una de sus múltiples huidas antes de ser liberado. Por este motivo, nada mejor que empezar el blog sobre mi actividad profesional en tierra cervantina el mismo día en que he dedicado la mañana a homenajear en privado al autor del
Quijote visitando (o más bien profanando) la ilustre cueva o gruta cervantina, ubicada hoy no en mitad de la montaña sino en una de las calles de uno de los barrios más deprimidos de la deprimida/ente ciudad de Argel.
Provisto de un libro y unas fotocopias (no había libros suficientes), acompañado de tres alumnas que sobrevivieron al proyecto de excursión, guiado por ellas en una ciudad que después de seis meses viviendo aquí me sigue siendo desconocida, fuimos a primeras horas de la mañana a la cueva, sin saber a ciencia cierta dónde estaba, salvo porque hace un par de meses yo pasé por delante de ella y pude observar, aterrorizado y puede que internamente indignado en mi honor patrio, cómo unos jóvenes y no tan jóvenes saltaban una verja o valla para dedicarse a hacer botellón precisamente en un país donde la bebida está sumamente mal vista: no podía imaginar que para poder pasar al entorno de la gruta cervantina, con peores intenciones que las mostradas por los consumidores de alcohol que la utilizan como refugio cada tarde, yo mismo iba a tener esta mañana que saltar la verja arriesgando mi vida o mi dignidad y poniendo a prueba que de algo sirve el llevar dos semanas yendo al gimnasio para bajar los evidentes kilos de más que adornan mi esbelta figura.
Mientras leíamos el castellano antiguo de la historia del
Cautivo de Argel, que hace unos años el Instituto Cervantes publicó exento en trilingüe (como la Biblia políglota) en árabe, francés y original español no expurgado de faltas y erratas varias con la colaboración (no se extrañen, este es país gasífero y gaseoso como otros lo pueden ser acuosos) de Repsol y la Embajada española, yo miraba hacia el entorno que con tanto dolor debió observar Cervantes en su día sin imaginar que un día sus autobiográficas palabras iban a resonar en español en aquellos parajes, rodeados -eso sí- de una visión totalmente diferente, con la Biblioteca Nacional al fondo, junto al Jardin des Essais donde se rodó el primer y mítico Tarzán de Weissmüller, pegado al hotel Sofitel en el que uno puede hospedarse una noche por el módico precio de 350 euros (algo así como el triple del sueldo mensual de un obrero manual en este país, para que vayan haciéndose idea de cómo es este país) y con la bahía al fondo; arriba, el horripilante monumento a la Independencia que preside Argel y en cuyas instalaciones se halla el Museo de la Independencia que hemos visitado a renglón seguido. Sarah, la alumna que nos ha llevado solícita en su coche, ha prestado su voz a Cervantes, sentados bajo un sol de justicia, a escasos metros de un mendigo sin techo (como tantos otros en esta enorme ciudad de, dicen unos, cinco millones de habitantes) que estaba enfrascado en su lectura del
Corán, aunque minutos antes cuando invadimos su espacio sin que él se molestara, como si a diario viniesen a importunarlo otros turistas culturales como nosotros (esto es irónico porque si alguien no ha captado la referencia, pues el jardín se encuentra clausurado y la puerta cerrada para impedir el solaz de viajeros inquietos), el futuro lector coránico fumaba plácidamente un porro. Yo estaba embebido mientras tanto pensando que resultaba paradójico que los cuatro lectores improvisados de Cervantes esta mañana quisiésemos volver a su patria, uno porque allí tiene su familia, las otras tres porque han idealizado la España del otro lado del mar y la han convertido en su horizonte cultural. Estas tres alumnas, que ahora reciben sus clases en el aula contigua a la mía, fueron la primera promoción que me sufrió cuando llegué acá por Ramadán, en una experiencia traumática para ellas que ha sido tan imborrable que han escrito sobre ese curso que me padecieron un artículo que en breve publicará la revista electrónica de alumnos del Instituto que ha puesto en marcha con acierto el jefe de estudios del Cervantes, a quien otro día que se preste dedicaré alguna entrada en el blog pues hoy precisamente no ha sido uno de los mejores días de su vida (más bien todo lo contrario) por culpa de la ineficacia y la estrecha mentalidad burocrática de los agentes aeroportuarios. Intentaba dejarme transir por una visión casi stendhaliana del entorno, quitando grúas y tráfico en los alrededores, pensando en la escabrosa vegetación en la que se ocultó el más grande escritor de nuestra lengua, contento por estar rindiendo un humilde homenaje a sus palabras, que ahora resonaban de nuevo en otra voz, en otras mentes cautivas (en mi caso por la imposibilidad de estar junto a mi niño enfermo, que sufre su primera gripe y soporta una fiebre que no remite después de tres días sin que yo pueda al menos consolarlo en su llano), como si fuera mi primer día en Argel, la primera vez que me reencontraba con la ciudad, que tan espaldas al mar vive y sobrevive: de hecho, alguna vez pensé en escribir un contrablog, al que titularía “Desvivirse en Argel”, para compensar lo que mi amigo Doñoro escribe en
“Vivir en Argel”, que de algún modo ha sido el incentivo para poner en marcha esta experiencia, aunque en mi caso desde una perspectiva emocional algo más profesional, es decir, centrada en mis experiencias docentes con los alumnos. Me alegraba de saber que entre las ruinas de la inteligencia y de las placas que a lo largo del tiempo han pretendido mantener vivo el recuerdo a Cervantes en este entorno que ha legado el nombre a la calle y al barrio en el que se ubica, en este lugar tranquilo junto al mar (para completar la referencia
devitabeatesca al poema de Gil de Biedma que me persigue últimamente, sobre todo desde que hace una semana nos visitó Carlos Marzal para leer sus poemas y hablar con los alumnos y profesores del Instituto antes de pasear por la Kasbah) revivía de algún modo la relación extraña y paradójica que ha unido a los dos pueblos, el argelino y el español, sin intuir que al cabo de unos minutos, cuando volviéramos a saltar la verja para salir de aquella prisión improvisada en que ha vuelto a convertirse el refugio cervantino, iba a recibir una, la primera, de las lecciones del día (la otra, con la que pensaba titular esta entrada de hoy, pero que dejo para mañana, tiene que ver con el uso de vocablos históricos y culturales, ¿invasión o conquista?, a la hora de explicar lo que vimos en el Museo de la Independencia): íbamos a recoger el coche para huir del sol que empezaba a amenazar con los rigores de la inminente primavera cuando Sihem, o tal vez Souad, ha dicho que era la primera vez que hacían algo así con un profesor, salir de clase para visitar un lugar y leer un texto, para hablar en español fuera del entorno académico, para practicar la lengua que han elegido probablemente para el resto de sus vidas, para expresar en ella lo que sienten y lo que desean. Gracias a este tipo de opiniones, tan típicas de la hospitalidad argelina, que no deja de recordarte que te extrañan y te echan de menos (“nos faltas” suelen ir diciendo a todos sus profesores los estudiantes argelinos cuando pasan de un nivel a otro, en muestra de agradecimiento), uno se siente útil en este destino tan poco apetecible en otros aspectos que hoy no viene al caso recordar. No deja de ser paradójico, tampoco, que precisamente en un blog que menciona a Internet en el aula yo haya elegido para comenzar a compartir mis experiencias en el aula una salida fuera de las cuatro paredes y de la relación profesor-alumno para lanzarnos a la aventura de comunicarnos utilizando como excusa el dolor ajeno que tan bien puede reflejar el propio. Que la idea de libertad que en estas rocas forjó Cervantes nos acompañe en este viaje que hoy comienzo con quien quiera sumarse a esta aventura.
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