Como anteayer aún no disponía de las fotos (re-veladas ;-) de la furtiva visita relatada, hoy comienzo mostrando cómo fue el asalto a la gruta,
qué deterioradas muestras históricas quedan en el monumento (el monolito piramidal y el libro de firmas de Cerventes [Sic Linguas]),
la placidez del lector del Corán cuando ya había terminado su ascético camino de oración previo y la actual vista de Argel desde la cueva o gruta
así como el mal llamado Monumento que preside la ciudad y en cuyo entorno se encuentra el Museo de la Independencia argelina al que nos dirigimos inmediatamente después;
desgraciadamente no disponemos de nuestra foto bajo un sol de justicia y ajusticiamiento leyendo la historia del cautivo, pero estoy convencido de que en breve realizaremos otra peligrosa incursión en territorios berberiscos para recuperar ya que no el manco cuerpo la memoria de don Miguel.
Ayer prometí, asimismo, que iba a plantear en este blog -que no es sino una prolongación del aula llevada a Internet- lo que sucedió después de la visita; como hasta la tarde no tenía clase (una preparación al DELE superior que me tenía ciertamente preocupado, pero que resultó sorprendentemente gratificante para mí gracias al espíritu altamente colaborativo de los alumnos que en breve se convertirán en candidatos a hablar con fluidez y propiedad titulada y documental la lengua de… Cervantes, aunque esta lengua no la entendamos ni nosotros mismos), nos dirigimos al horripilante Monumento del que hablé ayer y al que uno sólo toma cariño porque es la figura que aparece, si no me equivoco pues no suelo prestarles atención, en los billetes de máximo valor en este país, los de 1000 dinares, un equivalente a los diez euros en los heroicos tiempos en que llegué a Argel (hace casi un año en visita de trabajo para una escasa semana, en septiembre pasado para instalarme “definitivamente” aquí durante al menos los próximos dos años) pero que ahora, afortunadamente para los maltrechos bolsillos de los expatriados viene a ser unos once euros y medio al cambio si uno evita hacerlo en los lugares oficiales (en un hotel pueden llegar a ofrecerte menos de nueve euros por ese billete, pero en las zapaterías, mercerías, perfumerías,
juyerías [como suena, otro día explicaré el porqué] y otros establecimientos estratégicamente ubicados en diversos mercados de la ciudad, entre ellos al lado de mi centro de trabajo, uno puede ampararse en el mercado negro y conseguir un cambio más rentable: al cabo de unas semanas de observar sospechosas toallas de playa colgadas en los lugares más insospechados con la imagen de un dólar o el signo del euro, comprendí que se trataba semióticamente de la señal establecida para no tener que andar preguntando si allí se realiza cambio desde cualquier moneda mundial a estos papeles que no tienen validez ni pueden sacarse del país, sin contravenir las leyes nacionales, convirtiéndolos de este modo en algo menos que fichas del
Monopoly).
Si fuese consejero comercial de cualquier embajada occidental, podría proponerme explicar a qué se debe la diferencia de cambio, deteniéndome a relatar la convulsa historia de este país, pero mi condición de simple profesor de español como lengua extraña y extranjera me exime de hacer comentarios al respecto e interpretaciones microeconómicas que no he llegado a entender del todo, aunque en cierta medida me hacen aún más beneficiado del sistema, tal vez porque “dinero llama a dinero” y uno aquí sale a la calle, por si las moscas, pertrechado de una cantidad de billetes para cualquier imprevisto (por ejemplo, un atraco) que suele equivaler al sueldo semanal de cualquiera de los padres de nuestros alumnos, que en alguna medida son la flor y la nata de esta sociedad (así es la vida, por difícil que resulte de entender en otras latitudes).
Hasta cierto punto, lo que hicimos tras la visita cervantina fue sumergirnos en una aventura intercultural de gran calado, que me permitió conocer algo más de la historia del país, pues visitamos el Museo de la Independencia, por el que pagué la módica cantidad de 20 dinares, sin necesidad de exhibir la tarjeta de estudiante de ninguna de mis acompañantes, en cuyo caso las arcas argelinas hubiesen recaudado la tercera parte de lo que pagué por las cuatro entradas: unos 15 céntimos de euro. Sin embargo, uno no debe dejarse engañar por las evidencias (como le gusta bromear a Antonio Muñoz Molina), puesto que la vida en este país no es precisamente barata, aunque hay algunos, escasísimos artículos (e incluso pronombres) que resultan llamativamente económicos, como tomar un té o comer a mediodía. Si en este país se puede ahorrar no es, insisto, porque sea barato sino porque, como dice José (Manuel), otro de los compañeros de la plantilla que está a punto de obtener su
blanca licencia y levantar vuelo hacia otros parajes más propicios y saludables, cumplida su condena de dos años preceptiva, aquí no hay dónde gastarse el dinero a falta de actividades en que gastar (salvo las preceptivas cenas semanales en restaurantes de lujo en los que se paga poco más que por un menú del día en España). Hablando de esas actividades culturales, yo siempre ejemplificaba la ausencia de oferta de ocio mostrando que a las 3 de la tarde tiene lugar la primera y última sesión cinematográfica en las salas del centro de Argel, pero ayer comprobé que es totalmente falso ese prejuicio de occidental que no se adapta a comenzar su vida con la llamada a la oración a la salida del sol, puesto que en el centro comercial contiguo al Monumento la sesión golfa tiene lugar a las 18 horas (dejo así constancia de mi empecinado error, propalado a los cuatro vientos hasta ahora).
Disculpe el desocupado lector los preámbulos y comentarios previos (producto del
horror vacui que hoy me invadió pensando que no tendría nada con que entretener la realización de esta novedosa actividad que me he propuesto diaria), precisos para ir comprendiendo en qué consiste dar clase en Argel: ocupar el máximo de tiempo posible en actividades extra- y académicas para no dejarse caer en la rutina de la desesperación y el hastío, la añoranza de la lejana patria (a menos de una hora de avión, pero tan infranqueable por el mar que de ella nos separa) y la sensación de vivir en una isla de incomprensión y soledad, paliada por la bonhomía de los pocos argelinos con los que uno puede entablar contacto, sea en el Instituto o en las incursiones por algunos comercios donde alguna vez uno encuentra a quien pega la hebra declarándote su admiración por la valentía del extranjero que ha decidido martianamente echar su suerte con los pobres y ricos habitantes de esta tierra, pues no hay que olvidar que esto es Argelia, un país asolado en las últimas décadas por el terrorismo, primero en forma de guerra civil y ahora incluido en la lista de ciudades aterrorizadas cuando se acerca el día 11 de cada mes.
El Museo de la Independencia recibe al visitante con unos cuantos tanques y camiones militares de la época de la guerra de la Independencia (no la bicentenaria que ahora conmemoramos en España contra el invasor napoleónico sino la que tuvo lugar contra el invasor francés, ¡qué coincidencias! en época más reciente, 1954-1962). No soy muy amigo de visitar museos pero puse cara de gran interés ante cada uno de los elementos que componen una muestra dispar en la que puede encontrarse desde las medallas conseguidas por un deportista local que consiguió el Oro en una competición de artes marciales celebrada en Florida hace unos años hasta una piedra de sílex paleolítica con la que comenzaron a adiestrarse en el aquí imprescindible arte de la guerra, paseando por estatuas de algunos reyes numidas que combatieron a César Augusto y que permitieron a este mostrar sus artes literarias (atormentándonos de paso a los antiguos estudiantes de bachillerato que tuvimos que traducir del latín la guerra yugurthina), confundiendo de golpe a Massinissa (nombre de alguno de mis más adorables e ingenuos alumnos) con el propio Jugurtha, que sin ir más lejos es el nombre del bar contiguo al Cervantes en el que algunas tardes nos refugiamos a la salida del trabajo para ahogar nuestras penas, y nunca mejor dicho porque para mí este espacio es una auténtica
alegría de la huerta, ya que las caras de todos los asiduos a este antro de perversión alcohólica son todo un poema, y no porque precisamente lo frecuenten los escritores locales ni la élite intelectual necesitada de tertulias. Cierro la digresión o excurso tranquilizando al hipotético lector/a (otro día me ocuparé también de los lectores y de su mítico apartamento en el vigésimo primer piso de ese acogedor monstruo denominado Aerohábitat, pero más popularmente conocido como Aerojuya) adelantándole que no hay fotografías del Museo porque a la entrada confiscan las cámaras fotográficas e incluso los teléfonos, aunque sean zapatófonos como el mío que se contenta con tener una carcasa gris y un teclado primitivo que permite llamar y recibir llamadas, siendo el hazmerreír de la mayoría de mis alumnos que llevan sofisticados portátiles de ultimísima generación y diseño.
La exposición museística comienza a tener interés cuando uno encuentra los carteles con los líderes revolucionarios que dieron alas a la lucha por la independencia y entre los que mis amigas ex alumnas destacaron al ex presidente asesinado por sus compañeros de armas durante una rueda de prensa que se estaba retransmitiendo en directo. Un sobrino de dicho presidente, cuyo nombre he olvidado imperdonablemente, es uno de mis alumnos más bienintencionados y leales cuya compañía disfruté en el anterior período de docencia, lo que me hace entroncar con la heroica historia de este pueblo, del que tantos defectos resalto sin percatarme de ello, de forma inconsciente o mecánica, y al que sin embargo admiro en silencio porque no hay en él nada claro ni oscuro sino una atractiva mezcla de aspectos positivos y condiciones detestables. En uno de los recovecos del Museo, en una sala oculta que debería estar prohibida a menores de edad y personas hipersensibles o con alteraciones del ritmo cardíaco, se reflejan con todo lujo de detalles las técnicas de tortura tan científica y cruelmente aplicadas por los admirables civilizadores, que unas veces despeñaban a los contrincantes o los sometían a la picana con descargas eléctricas entre otros deleitables oficios. Uno de los potros de tortura se exhibe impúdicamente en esa sala; mientras tocaba el asiento del potro eléctrico (casi todo, menos las maquetas, puede tocarse impunemente en el Museo del que no pueden obtenerse fotos más que recuerdos táctiles y visuales) pensaba en la cantidad de gente y de dolor que allí debió posarse tan involuntariamente. Vuelvo a perderme, con permiso de quien me acompañe, para recordar que en uno de mis últimos viajes desde España rescaté de mi biblioteca un libro premonitorio que había adquirido meses antes por obra del más recóndito azar: se trata de la confesión, a punto de morir, póstuma si se quiere, de un soldado francés,
Jean Debernard, que fue testigo y protagonista de alguna de aquellas sesiones de tortura en la terrorífica villa Martini que todavía puede observarse, clausurada, en los altos de la ciudad, y que legó a sus nietos ese relato titulado en español
Hoja de ruta (publicado por la editorial Xordica), traducido por
Daniel Gascón y del que ya había dado cuenta antes de que yo lo hiciera y reparase en él mi buen y antiguo amigo
Enrique Cabezón Kb en su vanguardista labor bloguera.
Reconozco que nada más leer esta novela autobiográfica (o autoficción confesional), en el trayecto en metro hasta Barajas, sentí la tentación de dejarme llevar por las rutas que el protagonista del relato sigue, pero aún no he podido encontrar la calle Charras ni el hotel Corniche, aunque en el museo he encontrado incluso las ropas de algunos de los torturados, de los que se ofrecen espeluznantes cuadros y fotografías que dejan convulso al espectador. Siento, al llegar a este punto, que he de manifestar que si no he podido encontrar algunos lugares emblemáticos para mí, como el edificio donde debió habitar en su infancia con madre analfabeta española Albert Camus, en el barrio de Bellcourt donde se encuentra el origen de este blog, la cueva cervantina que lo inspira, es porque creo que Argelia entera vive bajo la maldición de negar y ocultar su propia historia, enterrarla bajo las toneladas de porquería que día a día asaltan al transeúnte, sobre el que en algún momento (por ejemplo, en alguno de los intermitentes seísmos que con epicentro en la terrorífica ciudad de Boumerdés asolan el país, aunque nunca hasta ahora con tanta intensidad como cuando acabó con 20.000 personas, que se dice pronto, en el reciente 2003 y cuyas consecuencias aún son palpables cuando uno pasea por la apuntalada Kasbah u observa en construcción las naves donde el gobierno argelino aún piensa realojar a los afectados de aquel terremoto) puede llegar a desplomarse un aluvión de basura colgado de los lugares más insospechados: por poner un caso inminente, las balconadas de la Facultad central cerca de la que vivo y cuyos 178 escalones tengo que subir y bajar cada día antes de llegar a mi edificio.
Para percatarse de la importancia que en este país tienen los mártires y las torturas recibidas, baste un pequeño ejemplo, sin valor estadístico alguno. Hace unos meses pedí a mis estudiantes un ejercicio rutinario de redacción: contar la vida de alguien cercano a ellos, pero como tenían que practicar el pretérito indefinido quise que me hablasen de sus abuelos. Tuve que contener la respiración y tragar saliva cuando una de las alumnas de A3 se puso a relatar cómo su abuelo había sido torturado. Todo se habría quedado en un mal trago si, de entre los siete u ocho alumnos que tuvieron la deferencia de compartir parte de sus vidas y de sus familias con este profesor, no hubiese llegado a haber una segunda narración de las torturas sufridas por el abuelo de otra de las estudiantes, esto es, el 25% aproximadamente de la clase (¿será extrapolable al resto de la población?, me pregunté aquel día y sigo preguntándome cuando pienso en ello). No tuve valor, pese a mi intención inicial de recolectar todo lo que escribían entonces mis alumnos, de pedir que me cediesen algo tan íntimo y que efímeramente habían querido compartir conmigo, así que me quedé sin unos materiales valiosísimos para mi frustrado portafolio de escritura. No contento ni escarmentado con esta actividad, hoy mismo he vuelto a repetir la experiencia escuchando los relatos de vida de los antepasados de mis estudiantes en el mismo nivel (soy demasiado poco original y, si tengo la oportunidad, repito la realización de ejercicios cuando me han parecido útiles o interesantes) y en esta ocasión, afortunadamente, no había torturados entre los familiares elegidos para practicar con el pasado, pero en el jardín donde he impartido la clase de mediodía, solo interrumpida por la llamada a la oración de la mezquita cercana, una de la estudiantes, Soumaya, con sus ojos inteligentes y tristes que representan y sintetizan para mí lo que es el crisol de culturas argelino, ha contado una historia trivial, la vida de su tío, un profesor universitario que había muerto en 1994 dejando viuda y dos hijos. Como el ejercicio se completaba con las preguntas de los asistentes sobre algunos aspectos que habían quedado sin mencionar, alguien preguntó que de qué había muerto su tío, esperando que hablase de un trágico accidente de tráfico, tan habitual en estos lares, o un irreversible cáncer fulminante, pero de nuevo se hizo el silencio cuando declaró, mientras a mí volvía a formárseme un nudo en la garganta, que fue asesinado de un tiro (supongo que en la nuca) durante los nefastos años de la reciente guerra civil.
Aunque la historia pretenda ocultarse y resguardarse en cada recodo de la ciudad, esta salta en los momentos y en los lugares más insospechados. Pero voy llegando al final de mi historia por hoy aproximándome a los valerosos guerreros argelinos que realizaron diversas expediciones y razías por estos contornos, topándome con el busto del mayor de los hermanos Barbarroja (en efecto, uno de los fundadores de la moderna Argel en el período otomano) y pasando, al cabo de unos pasos, delante de un tal Tarek, cuyo busto se encontraba acompañado de diversos mapas en los que se podía ver la sucesiva ocupación del territorio de la península ibérica por parte de sus tropas. Cuando quise mostrar mis conocimientos escolares sobre aquel nombre que ya tenía olvidado, Tariq (el jefe militar que pasó al Al-Andalus reconquistable en el año 711 de nuestra era), dije a mis alumnas que se trataba en efecto del inicio de la invasión árabe de España y de pronto me percaté de la traición de las palabras, de que estaba en el otro lado de un mar que es también el mar de una historia o la mar de historias, y amparándome en el supuesto desconocimiento e impericia de Sarah, Souad y Sihem quise pasar por alto que lo que para mí, en mi cultura escolar, no tenía más que el nombre de invasión, para ellas, en sus cercanos años de repetición memorística, tenía el nombre de conquista. Así que en mitad de la visita me di cuenta de que por más que yo me interese por su historia y sus historias, dentro o fuera del aula, a través de los medios que sea, yo siempre seré un invasor, o un conquistador conquistable para que algún día alguno de ellos alcance de modo indefectible la entrada al Paraíso si, algo harto improbable, consigue convertirme al Islam y que me haga hermano musulmán para recitar la grandeza suprema de Dios. Pero como el tema de la religión todavía no había aparecido (algo extraño en una sociedad obsesionada por este tema en el 80% al menos del funcionamiento cotidiano y de la rutinaria vida social) pero tendrá que aparecer con constancia para reavivar el diálogo cultural y los desentendimientos, dejo aquí las reflexiones en letra alta de hoy en día. Ya contaré (inchallah, ojalá, como aquí se reitera cada vez que se menciona alguna acción o fecha en el futuro) en otro momento cómo se desarrollan las clases
halal y cómo se producen extrañezas por las prevenciones y los patinazos culturales que en materia de religión está expuesto a dar un incauto profesor proveniente de otra civilización y de otra conquista, incluso cómo le proponen convertirse y alcanzar la más saludable de las religiones.
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