Se podría pensar que el tiempo es algo externo, algo en lo que estamos inmersos, que transcurre desde el pasado hacia el futuro y que podemos medir por la alternancia del día y de la noche, el ritmo lunar o la sucesión de las estaciones. Sin embargo, cada célula y cada organismo tienen un tiempo propio, un tiempo interior que viene escrito en los genes y que pauta los ritmos biológicos.
Cada ser vivo tiene un funcionamiento cíclico y uno o más relojes internos que lo coordinan. Estos relojes son los que marcan la sucesión del sueño y la vigilia, los ciclos ováricos, la floración de las plantas, la época de reproducción de los animales o las migraciones anuales de las aves y los salmones.
En los seres humanos este reloj se encuentra en el interior del cerebro, en el núcleo supraquiasmático, que es un grupo de neuronas localizadas en el hipotálamo, cuya actividad oscila de manera rítmica: cuando este núcleo está más activo el cuerpo actúa como si fuese de día y, en caso contrario, como si fuese de noche. Sorprendentemente, la duración de este ciclo no es de 24 horas sino de 25, y hay múltiples teorías, de todo tipo, que intentan explicar este desfase.
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